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Muere a los 91 años Jorge Edwards, el escritor que abrió los ojos al mundo ante el castrismo

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'Persona non grata' fue el relato de su año como embajador en La Habana, acosado por la policía por confraternizar con los escritores disidentes cubanos.

Jorge Edwards, en su casa de Madrid, en 2018.
Jorge Edwards, en su casa de Madrid, en 2018.Alberto di Lolli

Es difícil imaginar una frase tan inolvidable como "Eguar, ¿usted se ha dado cuenta de lo que está pasando aquí? ¿Se ha dado cuenta de que nos morimos de hambre?", el entrecomillado que Jorge Edwards atribuía a José Lezama Lima en Persona non grata (1973). Al principio, la frase es jocosa: ese "Eguar" es la transcripción de la manera habanera y un poco socarrona de decir Edwards que usa el poeta. Lezama está en una fiesta, bebe y fuma, es como un buda asmático de los escritores cubanos. Pero, entonces, el tono gira detrás del vocativo y se vuelve angustioso: "Nos morimos de hambre". Jorge Edwards ha muerto a los 91 años en Madrid y sólo por unas palabras así merece un sitio en la historia dela literatura en lengua española del siglo XX. En 1999, el escritor chileno recibió el Premio Cervantes.

La obra de Edwards no se acaba en Persona non grata pero, pero casi todo el siglo XX se podría explicar en sus páginas. Novela de espías crónica periodística hecha literatura, ensayo sobre las relaciones entre la cultura y el poder, relato en primera persona del desmoronamiento de la Revolución Cubana, galería de retratos de personajes como Fidel Castro, Salvador Allende, Pablo Neruda, Carlos Fuentes, Nicolás Guillén, Heberto Padilla...

Es relativamente fácil explicar Persona non grata: en 1970, Edwards, hijo de la burguesía de Santiago de Chile, antiguo alumno de los jesuitas y de Princeton, compañero de aventuras de Alejandro Jodorowski, licenciado en Derecho, gran lector de poesía y escritor y filólogo más o menos amateur, llegó a La Habana como el primer enviado diplomático de la República de Chile, enviado por Salvador Allende, de cuyo proyecto era un servidor entusiasta. En principio, la tarea era propicia: Chile estrenaba un gobierno socialista, afín a Castro. Sin embargo, su misión era secretamente imposible: Cuba se había deslizado ya hacia la paranoia y Edwards tenía demasiados amigos caídos en desgracia que lo avalaban mal ante el Gobierno. Incluido Pablo Neruda, antiguo aliado repudiado por el régimen.

Castro recibió amistosamente a Edwards, se lo llevó a ver una granja que era como un koljoz cubano y, acto seguido, ordenó que lo espiaran y sabotearan su intención de confraternizar con los escritores expulsados de la Revolución. Si iba a una fiesta y una mujer se interesaba por él, resultaba que la pretendiente era una espía. Si miraba detrás de los cuadros de la habitación de hotel que le fue asignada como oficina consular, encontraba micrófonos. Si el poeta Heberto Padilla lo visitaba, su última frase era: "No te fíes de nadie, ni siquiera de mí mismo". A Edwards sólo le quedaba un Alfa Romeo en el que evadirse, pero resultaba que el chófer también trabajaba para la Seguridad del Estado. La policía se quedó con sus diarios, lo chantajeó cuando pudo, lo amenazó y, al final, forzó su expulsión. Castro lo recibió una vez para despedirlo con una declaración de persona non grata. En su última entrevista estuvieron hablando de la educación ignaciana que compartieron, uno en Santiago y otro en Cuba.

A salvo de la dictadura, Edwards se convirtió de nuevo en una persona non grata. En 1973, en el año de su publicación, la disidencia anticastrista ya no era algo insólito entre los escritores latinoamericanos. El juicio a Heberto Padilla ya había provocado un cisma entre los escritores del Boom y Vargas Llosa y Cortázar habían empezado a separarse de Cuba. Pero denunciar a Cuba en el año del golpe de Estado de Pinochet seguía siendo como ir a contrapelo de la historia. Juan Benet le riñó formalmente en en Bocaccio con un vaso de whisky en la mano. "Era Stalin en Bocaccio". Octavio Paz le avisó de que no lo iba a tener fácil con una obra así.

La posición de Edwards, en realidad, siempre fue un poco incómoda entre los escritores latinoamericanos de su generación, entre sus colegas del Boom, con los que convivió en Barcelona tras la caída de Allende. Expulsado de su carrera diplomática, Edwards se convirtió en editor y novelista, aunque sus ficciones no fueron historias maravillosas al estilo de Carpentier y García Márquez. Al contrario, eran novelas psicológicas, afrancesadas, intelectuales, burguesas... La mujer imaginaria, el libro que Edwards prefería entre los suyos, era la historia de una mujer sin atributos que, en su aparente resignación vital, escondía una personalidad compleja y llena de texturas. Edwards, al cabo de los años, perdió interés por el género de la novela y pidió que se le considerase cronista. Montaigne era su modelo.

Cuando cayó la dictadura de Pinochet, Edwards fue un modelo de hombre sabio que habría de ser ejemplo para la reconstrucción de la democracia. Un hombre de izquierdas, por lo menos en su origen intelectual, que había dado testimonio de que todos los autoritarismos son parecidos. Recuperó su profesión de diplomático y se convirtió en una institución. En 1999 recibió el Cervantes y el mundo pareció darle la razón en su proyecto vital: la república de los inelectuales y las libertades. Después, la historia giró, América redescubrió la llamada de los populismos y Edwards, afincado en Madrid, se convirtió en un personaje áspero. Sólo la literatura alivió esa melancolía: hace una década, Edwards publicó sus libros de memorias, un relato claustrofóbico y conmovedor de su vida, absolutamente literario y evocador, capaz de reconciliarlo con cualquier lector, cualquiera que fuesen sus prejuicios.

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